ULTRASONIDOS

de
26
noviembre
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COM
    _Te amo _ Dijo Ella. “muere por mi”
    _Y yo a ti _contesto él. “Ya estoy muriendo,
  • pero morire por ti”.

SALMAN RUSHDIE
La Encantadora de Florencia


     
Locaniela sueña con fantasmas.

Fantasmas de mirada diáfana y labios partidos, fantasmas de voz desesperada y cabellos con rizos de arcoíris. Fantasmas que le hablan y le dicen:
—Eyy, Locaniela, ¿qué demonios te pasa? ¡Parece que hubieras visto un fantasma!

Y ella les responde:
—Claro, locos, parece que los viera.

Sus fantasmas son ángeles caídos con alas de sándalo y pies ennegrecidos de tanto caminar en el vacío. Son entes de pálido carisma que, de vez en cuando, le revelan las anécdotas que la historia quisiera dejar en el olvido.
—Eyy, Locaniela, ¿sabías que John Lennon fue un dragón chino? Y que Yoko se lo recordó aquella tarde cuando una bala centelleó el espíritu de su mirada colorida. Esa tarde en que las aves volaron por cielos de notas musicales perdidas...

—Eyy, Locaniela —susurran interminablemente los fantasmas a sus oídos—, where did you sleep last night, Locaniela?

Y dormida, pasa cantando toda la noche.

En ocasiones, también le hablan de sus deseos no lascivos y del pudor ilícito de su desvergüenza, de aquella necesidad carnal que no sienten sus almas sin cuerpo, del dolor de no sentir dolor y de lo bien que eso no se siente. Le cuentan sobre sus lugares secretos, secretos porque incluso entre ellos hay reglas que respetar: formas ambiguas del más allá que no todos pueden llegar a conocer. Porque si no... la muerte tampoco existiría, tampoco sería una necesidad intrínseca de la realidad.

—Fresca, loca, no le tengas miedo a la muerte. Es una sensación odorífica, porque cuando mueres todo te huele al 40 % de aldehído fórmico mezclado en tus narices. Y la vida se te nubla con cataratas. Entonces ves manchones morados que te huelen a aldehído fórmico al 40 %: los ladridos de los perros suenan y huelen a aldehído fórmico al 40 %, las luces de los carros, el canto de los pájaros, la hediondez de los ancianos y de los enfermos, el que pregunta a otro la hora, aquel que se rasca la espalda, el sonido de los aviones, los periódicos arrugados, la ilusión del enamorado y los ringtones de los celulares... todo. Todo te huele al aldehído fórmico al 40 %.

—¿Incluso los pedos de los mortales? —pregunta Locaniela entre sueños.

—Sobretodo eso —confirman ellos, mientras sonríen al mejor estilo mustio de los extintos.

Esta tarde, Locaniela y yo vamos a la pradera y nos acostamos para contemplar los zoológicos de quimeras que las nubes encarnan en el aire. Entonces saca su lápiz labial y empieza a dibujar el contorno de las formas que imagina, mientras yo me quedo contemplando el rojo de su voluptuosidad, deseando ser un escalador en miniatura para encumbrar todo el atractivo de su feminidad, de su sexualidad.

Ella no me habla; solo me mira como si me dejara.
—Eyy, loco, ¿qué mosco raro te picó?

Pero yo no le respondo. Su mirada siempre logra abrumarme en exceso, así que solo puedo regalarle mi sonrisa y luego contemplar las figuras que ha pintado en el aire. Locaniela me dice que va a sacar algo de su bolso y que no le hable por un momento; quiere escuchar los sonidos ultrasónicos del más allá con su walkman Sony-player underground, un artefacto que, según ella, los fantasmas de sus sueños le enseñaron a construir. Dice que así, por las tardes, cuando su alma se bifurca en los reflejos de la ventana de un autobús, puede escuchar las canciones fantasmas que tanto le alegran la vida.

Por último, me toma de la mano y me dice:
—Fresco, loco. Cuando estemos sin estar, iremos a todos los conciertos de la otredad, armonías estereofónicas de artistas clandestinos.

—Claro, Locaniela —le respondo, olvidando que el ritmo de su música no le permite escucharme más.

De nuevo me mira, pero esta vez sin expresar demasiado. Toma el extremo de su estetoscopio y empieza a escuchar los sonidos que produce la hierba, me mira de nuevo y lo pone en mi pecho, en mi corazón, pero su sonyplayer underground no escucha mis latidos intensos y acelerados.  Sus ojos cristalinos me miran de nuevo, se levanta y se aleja cantando, mientras yo, más vivo que nunca, me desvanezco en el aire.

El silencio del Campanario

de
24
noviembre
4
COM
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                                                                                    Daniel respondió:

     — ¡Te acordaste de mi oh Dios!  
¡Tú no abandonas a los que te aman!

Antiguo Testamento.

Hablaré de ella, de cómo vivió y desapareció en la iglesia donde ahora, todos los días, bajo esta lluvia inmemorial de invierno, doblo las campanas para mantener vivo su recuerdo. Su aspecto nunca cambió con el tiempo, algo que a todos estremeció, especialmente por su costumbre de vagar por la aldea sin importar la rudeza de la lluvia. Quien se cruzara en su camino no dejaba de notar su sonrisa constante y plena bajo unos ojos brillantes y ardientes, sus rizos largos y dorados que nunca peinaba, vistiendo siempre su único camisón viejo de poca limpieza. Y mientras ella, descalza, recorría las calles, los demás nos ahogábamos en una tristeza queda y pesada tras esta lejanía que nos había sido conferida por el tiempo, conscientes de que aquel lugar estaba irremediablemente perdido, que sus caminos eran negros y engañosos, y que ella, con su llegada, parecía haber prohibido toda opción de sentirnos recordados por alguien, a nosotros, los abandonados.

Tanto aquí como allá,  la acompañaba una sombra pesada de soledad, tal vez como la  la aldea misma. Y a medida que aumentaba el desprecio de la gente, a medida que quedaba en claro que su llegada era como una peste traída de otras tierras, y que nuestras vidas seguirían eternamente perdidas y olvidadas, se reforzaba ese inexplicable reproche hacia ella, ese sentimiento de ira impotente y asco reprimido que surgía cada vez que, bajo la tormenta perpetua, parecía regocijarse cada vez más. ¿En su corazón acaso maduraba durante su deambular algún sentimiento de odio? Quién sabe si no lo estará haciendo en este preciso momento, en ese remoto lugar donde ningún susurro llega hasta nosotros.

Del último día que la vi, recuerdo que un aroma a pureza se difundió en el aire. También fue la única vez que oí su frágil voz.

—Tantas cosas ocurren en una tormenta. Tantas formas de vencer la cautividad —me reveló al cruzarse en mi camino. Su sola presencia emanaba fragancias de mundos que aquí eran desconocidos. Me invitó a seguirla hasta la iglesia, subió las escaleras que llevaban al campanario y dejó caer su única prenda.

—¿La sientes? —preguntó desnuda, al borde de la torre.

—¿La soledad? —inquirí, admirando su perfección, su piel blanca y húmeda.

—No, no es solo la soledad —objetó ella con voz suave—. Hay muchas cosas más. Miro la lluvia caer y me aterra. En algún lugar, sé, alguien lleva la cuenta de todo.

Cuando comprendí la dureza de sus palabras, observé su cuerpo triunfante en el vacío, cayendo al suelo como las gotas de lluvia que la acompañaban en su fortaleza y felicidad, hasta el final.  

Iván Rachez.