FUEGOS FATUOS
El
pasto picaba sus duras nalgas y el frío viento de la madrugada erizaban sus
pezones al tiempo que una sutil protuberancia se hacía evidente bajo sus ropas.
La gélida mañana producía singulares tensiones sobre su piel. Una gaviota cruzó
el cielo azul en ese instante, señal de alguna forma, de que más allá del
llano, donde nacían los cerros, la cordillera la reclamaba.
Meses
atrás, mientras dos hombres luchaban por dominar la bravura de un becerro que
se resistía a ser amarrado, un extraño ser observaba atento el divertido
forcejeo que se libraba entre las tres bestias. Una batalla campal de lodo y
arena que pronto dio termino con la aparente audacia de la bestia más artera, que
aprovechando la impericia de los peones, logró embestirles con salvaje furia y
en excitada marcha continuó hacia ese ser que dominante se erguía en la
distancia. Pero la destacada silueta, inamovible, consiguió dominar la rabiosa
embestida del becerro y con estilizada brutalidad logró dar vuelta al animal arrojándolo sobre su lomo, y este, podría
decirse, tan impresionado quedó ante la inhumana fuerza que lo había
conquistado, que vencido se resistió a seguir luchando. Cuando llegaron los dos
peones con sus chaparreras para atar al becerro, mayor fue la sorpresa de estos
al notar que el heroico personaje no era más que una robusta mujer indígena; y
tan confundida estaba la pobre después del totazo, que al reaccionar minutos
más tarde se vio rodeada de varios hombres que en vitoreo y coquetería la conducían
ante el capataz, señor de la Hacienda. El
Patrón, un minúsculo individuo. Alabado dueño de tierras y amo indiscutible
de sus hombres, quien nunca contrajera matrimonio por su repelente aspecto:
mofletudo y calvo; tan excitado estaba ante la amazónica dama, que ni siquiera
los elogios de sus servidores, hombres toscos e ignorantes, hicieron falta para
que su interés en ella empezara a incrementarse; y al cabo de unos instantes,
terminada la breve charla donde más atención puso a sus membrudas piernas que al relato de la india
lejos de su tribu, ordenó a sus arrieros llevarla a los establos: ¡Que ella sola se encargue de las bestias! Expresó en viril gesto, empuñando su mano a
la altura de la cabeza.
Fue así
como Caucaman, nombre que en su lengua natal significa gaviota y cóndor al
mismo tiempo, entre gritos de alegría y
uno que otro manoseo fue aceptada en aquel recinto de hombres apestosos y
malhablados. Y por algún tiempo, aquella condición de divinidad de la cual gozará
desde su nacimiento entre la gente de su raza, brevemente fue representada en
este nuevo contexto.
Su fama pronto se hizo grande en todos los
pueblos y fincas aledaños. Caballos, reses, mulas, hombres o cerdos caían ante
su vasta feminidad, y sólo aquellos que trepaban los árboles o encumbraban los
postes más cercanos y conseguían degustar el suculento encuentro, eran los que
realmente podían brindar sus testimonios
a la prensa, que afanosos por una
estrafalaria noticia, llegaban en cardúmenes a la espera de engullir cualquier cosa
que les fuera presentada. Y ante la negativa por parte del hacendado sobre
cualquier acceso o entrevista con la titánica
dama, enriquecieron y manipularon sus titulares con los comentarios que la
gente se apresuraba a engrosar; un tono
especial, fascinante, adquirían estos reportajes cuando dichos comentarios
venían de peones borrachines y lisonjeros.
Pero
más que ser un fenómeno pueblerino Caucaman era un preciado tesoro de la
hacienda. Una exótica perla que se embellecía cada vez más dentro de la
hermética cocha de la cerca. Y aunque cruel pareciera el trato y el aislamiento
confinado que su amo le imponía, para ella no era más que la protección contra la curiosidad aberrante de
la prensa; por otro lado, esto no implicaba que el trato de todos hacia ella
fuera amable y decoroso, así que los apelativos de: Mastodonte, maturranga, casihombre,
empezaron a ser constantes peyorativos
que las criadas de la casa inferían celosas al ver como sus hombres se
excitaban cuando a ella le tocaba lidiar
con algún bovino descarriado, o más aun al notar que en las noches, el deseo
frenético de sus maridos al evocarla, se sacudía furiosamente bajo las sabanas
ocasionando gran deterioro en los cimientos de la casona; así que ofendidas y
encrespadas, se apresuraron en rebaño por tan libidinoso acto y ante el pigmeo
jefe se quejaron. Pero el incipiente capataz, lejos de interesarse en el descontento de las
matronas o en el deseo excesivo de sus hombres, ordenó de inmediato reforzar
las bases de toda la hacienda.
Toneladas de madera, bultos de cemento,
sacos de arena que llegaron a raudales fueron repartidos entre los culpables y
sin demora alguna comenzaron los reparos. Se resarcieron vigas, se asentaron
puntales, lo que había que desbarrumbarse se echo abajo y cuando fue necesario,
se levantaron paredes con cemento reforzado. Además, una restauración especial tuvo
que llevarse a cabo en el mismísimo
cuarto del capataz, que según comentó uno de los peones días después del
ajuste: Poco faltó para que metro y medio de carne y hueso (sin olvidar grasa)
quedaran sepultados bajo piedra, madera y tejado. Lo cierto fue que terminada
la labor el deseo se hizo menos estridente, y la hacienda permaneció erguida por generaciones.
Cierta
noche, Caucaman despertó alterada por gritos que venían de la casona. Era poco más
de media noche y asustada por el alboroto se vistió rápidamente saliendo de su
habitación; al cruzar la distancia, algo familiar le trajo recuerdos. Los
hombres corrían detrás de los animales que de una u otra forma habían logrado
escapar de sus corrales; los peones al verse atacados, descalzos y en
pantaloncillos arreaban las sogas por encima de sus cabezas intentando darles
caza. Sus esposas que también hacían parte de la sublime escena, no mejor vestidas ni menos tapadas corrían de
un lado a otro perseguidas por los animales que extrañamente las habían elegido
como blanco de sus furias; algunas apenas estaban conciliando el sueño cuando sorprendidas
por batracios y polluelos, no tuvieron más elección que salir huyendo con los pocos
trapos que tenían encima, o cogiéndose, en el peor de los casos, las tetas
entre las manos perseguidas por gallinas, ranas, patos y cerdos. El grotesco cuadro se repetía por doquier en
toda la casona, y Caucaman, sabiéndose la varona de la hacienda (título
honorifico que ella misma, en secreto se había impuesto) próxima estaba a brindarles su auxilio cuando
el gordo y feo capataz apareció de repente. Montado sobre un caballo, un enorme
semental que lo agigantaba de forma absurda, con machete en mano y no más que
un overol medio puesto sin abotonar, le ordenaba ir tras las reses que habían conseguido
huir a campo abierto. Caucaman dudó. Volvió su vista queriendo participar del
insólito ruedo pero ante la orden perentoria de su patrón, le siguió con pesar
mientras contemplaba cómo la matrona más vieja de la hacienda, envuelta en
plumas, zarandeaba sus patas ante el definitivo ataque de los pollos.
En medio de la oscuridad, ella, sumisa e
inocente inicio la búsqueda detrás de su amo. Caminaron bastante aunque poco
fue el esfuerzo que tuvo que hacer para seguir el trote pesado del penco, que
más lento hacía su andar a medida que avanzaban en el campo; pero varios
minutos después, cuando los gritos de la hacienda dejaron de llegar y sólo se
escuchaba el ruido natural del llano, un silencio arrullador, Caucaman
comprendió que las escurridizas reses no existían. La sonrisa depravada del hombrecito lo confirmaba
todo. El capataz se bajó de su alzaban y lentamente se fue acercando a ella. Así de gordo y pequeño, pensaba, parecía tan
inocente e indefenso como un regordete niño esperando cometer una travesura
frente su madre. Pero cuando se fijó
mejor ya la sonrisa había abandonado su rostro y daba paso a un grotesco gesto de
codicia; se detuvo a pocos centímetros, puso
su dedo en la boca en señal de silencio, y luego, sin más, con mano temblorosa pero recia
al mismo tiempo apretó fuertemente sus nalgas. Caucaman no reaccionó, no sabía cómo
hacerlo, no en esa situación; sólo escuchaba el silbar del los grillos, el
sonido del silencio mientras cerraba sus ojos y sentía el contacto trémulo de
su amo. El pequeño hombre no estaba para esperas ni aprobaciones, sintiéndose
dueño de la exótica india, continuó con su avariento acto y traslado aquella
misma fuerza a sus voluptuosos senos, comprobando lo generoso de su carne. Caucaman nunca había sido tocada de aquella
forma. Jamás hombre alguno había mostrado semejantes ganas de poseerla; en su
tribu, dada su condición de deidad adquirida desde el instante mismo de su
nacimiento, hicieron de ella un ser prácticamente indeseable; así que vencida
por los placeres y la necesidad de sentirse amada en aquel instante, se dejo caer sobre el césped y se permitió disfrutar
de la fogosidad jadeante, olorosa y apresurada del primer hombre que en su vida
la hacía humana. Los ojos de victoria
del Mofletudo se abrieron aun más de lo que ya podían y ante el enorme
espécimen se abalanzó. Con frenesí le rompió sus vestimentas y se amamantó como
un crio hambriento de su ampuloso pecho, con mas furia aun empotró su mano bajo
la falda a medida que sus babosos labios la llenaban, y excitada, ella ya no
pudo detenerlo; pero cuando el patrón
se frenó segundos después y sus miradas se cruzaron, Caucaman pudo vislumbrar
cómo sus ojos adquirían el brillo opaco de la incertidumbre. No hacía falta explicar lo que el capataz ya había
comprendido. Lo que no debería estar,
allí se encontraba.
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