CRÓNICAS CIRCENSES

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 LA GUERRA DE LOS ENANOS

Empezó con un nacimiento. Luego una traición. Nadie pudo predecirlo en ese entonces.  Como la luz tenebrosa de la luna que alumbraba sobre los densos bosques, el hijo aún no nacido del rey infundía esperanzas en aquellos momentos de oscuridad,  igual que una tea que destella en un horizonte cercano. Pero lejos, más allá, fuera de aquel manto blanco, en una torre que flotaba sobre la nieve como un barco olvidado a mitad del mar,  mi madre aulló, grito de dolor.
         Era medianoche, el cielo estaba despejado y claro, salpicado de estrellas. Toda Germania, dura y congelada, parecía estar bajo el dominio de Yule, señor del invierno, y como a todo germano parido bajo la fría luz de la luna, se me había enseñado que los viejos dioses solían reinar con dureza sobre la vida de sus guerreros, aunque a todos nos parecía que la dureza se convertía en olvido con el devenir de los años. El sol se escondía bajo una gruesa capa de nubes durante el día, lo que impedía el deshielo. A cambio de eso, se nos permitió crecer escuchando los lejanos ecos que nos brindaban los furiosos vientos, la sombría y traicionera noche, y los insectos del inframundo que de vez en cuando nos recordaban que todo bajo tierra parecía ser mucho más ameno. Fría, dolorosa, letal, así se nos mostraba siempre la luna, y a quienes soportamos la furia helada de aquella desventurada noche y sobrevivimos luego para dar testimonio de las perfidias cometidas —me doy cuenta ahora— nos sería destinada una eternidad en el infierno tras una dolorosa y longeva vida de redención.
         Grandes carámbanos colgaban de los arcos de las puertas, de los techos y de las rendijas por donde penetraba el viento. Si alguien se quedaba quieto por mucho tiempo, ese aire concentrado empezaba a formar pedazos de hielo, más o menos largos y puntiagudos bajo sus narices. Las sacerdotisas tullidas y temblorosas que presidían el parto arrojaban huesos a irregulares círculos pintados en el suelo con sangre de becerros para presagiar la hora del nacimiento; pero conforme los huesos caían inmediatamente se congelaban o eran arrastrados por los fuertes vientos que arremetían contra la torre. Las mujeres suelen morir durante el parto. Aún en nuestros tiempos pasa con mucha frecuencia y hasta en las cavernas de un calabozo como este llegan tales noticias. El don de traer vida concedido por Dios nuestro señor es un Honor que reclama sacrificios, y esa fría noche, las sacerdotisas que atendían el nacimiento no eran más que vulgares parteras que muchas veces sólo  habían conseguido traer al mundo crías muertas.
            Mi madre grito de nuevo, el dolor aumentó.
         Y por Dios, ¡Cómo sufrió mi madre esa noche! En ocasiones, sacaba fuerzas para contener su dolor, pero en otras parecía que sus caderas terminarían cediendo ante la fuerza del príncipe nonato. Cuando los gritos cesaban, un silencio desgarrador se extendía por todos los recovecos de la vieja torre. Era entonces cuando su esposo escondía su enorme cabeza entre las rodillas como si fuera un chiquillo que se ocultara de hordas enemigas. En el fondo, entre la angustia y el miedo su deseo no era más que oír el eco de su primogénito propagándose a través del silencio. En aquellos intervalos de calma no era raro confundir el chillar de las ratas amplificado por los vientos con los agudos gritos de un recién nacido, y muchos alzábamos la cabeza repetidamente llenos de esperanza e ilusiones creyendo en tal error, hasta que los gritos de mi madre rompían de nuevo en agonía para obligarnos a todos  a hundir nuestras cabezas buscando sosiego con el ardor de muestras oraciones.
         —Mi señor, es mejor que vuestra humanidad espere bajo el seguro abrigo de la fortaleza— susurró uno de sus criados.
        Pero Roderick  farfulló algo ininteligible, movió la mano en un ademan despectivo y un impulso de tos le acosó bruscamente; tardó un momento en reponerse, escupió a la tierra, nos miró fríamente y con un orgullo renovado se irguió firme en su silla. Roderick, el desgastado  líder del clan y señor de las tierras hasta los bosques del norte dio a entender que no se alejaría ni un solo paso hasta que su hijo, varón con ayuda de los dioses, alumbrara finalmente este mundo. Pero su criado, un hombre viejo y zalamero hasta los dientes de nombre Belgum tenía razón; el Jefe no se encontraba en condiciones de esperar y soportar el frío en sus huesos, y menos de gastar sus energías en oraciones a dioses que no escuchaban. El descompuesto jefe estaba enfermo. Demacrado. La sensación de la muerte ya no era una sombra que lo persiguiera; al contrario, era por más un demonio al acecho. Necesitaba un hijo pronto, un sucesor que mantuviera su legado unido, alguien que lo perpetuara, o mejor aún, pensó: un recipiente donde reencarnar, un nuevo cuerpo donde su alma se posara para continuar disfrutando de mi madre y de la grata y delirante tarea de asesinar.         
         — ¿Qué hacer Belgum? —Pregunto  Roderick  — Mi hijo debería haber nacido ya, pero en cambio, esa mujer pareciera querer retenerlo en sus entrañas para que se pudra.  ¿Acaso los Dioses reclaman algo? ¿no están complacidos? —Y esas repugnantes sacerdotisas,  ¿Qué hacen, para qué demonios las traje?
        —Todo señor  —respondió el criado. —hacen cuanto pueden, no hay razones lógicas para que vuestro hijo no se encuentre ya entre nosotros.  Quizás sí  —y se detuvo un instante reparando de pronto en mi presencia.  —Un sacrificio; si mi señor, quizás un sacrificio sea del agrado de  los dioses, la vida de un niño a cambio de otra, es lo que reclama el ritual ¿no?

INSTINTOS

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Debéis saber que soy el dibujo de una salamandra pero que no soy una pintura cualquiera. Os aclaro que estoy dibujada sobre la blanca piedra y que fui pensada para decorar este cuarto que en ocasiones pareciera más un ligero bosquejo que el lugar donde alguien debiera reposar todas las noches. También es verdad que de vez en cuando lloro, y lo hago porque la ausencia de mi amo me duele sobremanera. Pero hoy no voy a hablaros de él; por el contrario, os contaré un poco más de las verdades de su espacio. Mi morada.
Antes de empezar os pido disculpas por no presentarme correctamente; como habéis escuchado soy la salamandra y seré lo primero que veréis cuando abráis esa puerta. Soy negra como la noche, pero de mi piel grandes manchas amarillas se desprenden como los rayos de luz que a medio día iluminan vuestras cabezas; así que si me veis tened cuidado: mis colores advierten que el veneno se agita por mis venas. Estoy pintada sobre una gran circunferencia color marrón que quizá no signifique demasiado, más creo fue sólo el capricho de mi amo lo que le impulsó a plasmarlo. Convencida estoy también que al notar la soledad de mi entorno quiso enriquecerlo, y acertadamente dispuso burbujas de jabón a mí alrededor, (digo de jabón porque así me gusta imaginarlas) y para hacerlas más llamativas y especiales, sobre cada una de ellas colocó las fotos de sus mujerzuelas amadas, sospecho ahora para que yo, al verlas, no vaya a envenenarlas.
Aclaro que no soy la única extrañeza de este recinto ni su peculiaridad más preciada. Es cierto que soy la que goza de mayor excelsitud por mi belleza y tamaño, pero las distracciones abundan en este cuarto y ocasionalmente soy desplazada de sus más recónditos pensamientos, claro, eso y cuando la fortuna lo trae de regreso. A mi izquierda se encuentra ubicado su escritorio, pulcro y alineado, uno de esos antiguos escritorios de cajones grandes y robusta madera que recuerdan hermosos robles, y a decir verdad, siento constantes celos cuando pasa horas allí sentado. De igual forma sucede cuando me da su espalda y se concentra en ese extraño aparato que pareciera invocado desde el mismísimo infierno: atraído por la tentación y el vicio se postra al borde de la cama y la realidad se difumina de sus ojos con esas imágenes que transcurren pálidamente. Entonces, eso que llaman realidad virtual lo absorbe por completo y muy rara vez se voltea para recordar mi belleza y degustar su creación.
Pero aquellas cosas, vanas y materiales no son lo que más me hincha de rabia, puesto que aquellos fútiles instrumentos jamás podrían enorgullecerlo tanto como yo. Es por el contrario un pequeño muñeco de trapo que alguna perendeca le regaló en uno de sus constantes viajes lo que realmente logra desquiciarme, y aunque él arguya entre sus allegados que sólo lo conserva como un aislado recuerdo, soy yo la que realmente sabe qué tan hondo cala esa cosa dentro de su alma. Es en las noches, cuando se recuesta bajo mi regazo, cansado y consumido por la tenacidad del día, que se queda largas horas admirándolo, e hipnotizado por el color sucio y desteñido de aquella infame baratija, un color insípido que en nada se compara con la majestuosidad de mis líneas, que puedo notar cómo se pierde dentro de sus pensamientos. Entonces, la pregunta de repente retumba con fuerza dentro de esta habitación:
¿Qué tan lejos sueña mi amo?
Conocéis ahora un poco más el lugar donde habito, el resto no es más que madera muerta y piedra caliza, aunque de esto saco ventajas, sobre todo cuando escucho crujir la madera bajo el peso de un cuerpo que se aproxima. Así, sutilmente, puedo volver mis ojos a su posición original y dejar de contemplar los insectos que seductoramente revolotean alrededor de la bombilla, o de aquellos que tercamente insisten en chocar contra la transparencia de la ventana. Conocéis también un poco de mí y de las preferencias de mi amo, pero lo que no os confesé y de lo cual espero guardéis el secreto, sin razón de que lo comprendáis, es que a veces, cuando pasa largas horas contemplando aquella inmundicia entre sus manos, en contra de la fidelidad y el respeto, me nacen sinceros deseos de envenenarlo.