ORBIUM MUNDI



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  “La luz empezó a declinar lentamente al principio
                                           Y más a aprisa después.  Estaban en la  franja
                                                              Del crepúsculo.”            
                                                                Salman Rushdie.
                                                                                   Harún y el mar de las Historias.
      
Lluvias y vientos lo acompañaron desde su partida, nubarrones del tamaño de fortalezas rugían sin cesar y desde el oeste se oían murmullos de tormenta. El navegante sabía que aquella turbulencia era un presagio que aún no alcanzaba a entender.  El Orbium Mundi  avanzaba con rapidez hacia el este, en medio de un océano irascible que lo azotaba y lo hundía en una constante oscuridad,  sacudiéndolo ansiosamente de arriba a abajo hasta que el crujir del maderamen  se hacía insoportable. Marineros y tripulantes trabajaron con brío y durante días, acosados por la incertidumbre y el hambre, se esforzaron en mantener la carabela en marcha,  aunque la lluvia cayera sin cesar y el mundo se deshiciera en agua.
     Fue  Enrique el Navegante, quien en un pasado cristalino que se difractaba bajo una cortina de agua, consiguiera los más grandes avances marítimos de su época, y quien con sus expediciones, muchas veces comandadas por terceros, permitieron la expansión del imperio Colonial Portugués hacía nuevas fronteras comerciales, cuando la ruta de la seda estuvo prohibida tras los viajes de Marco Polo, y la conquista de Ceuta le convirtiera en Caballero años atrás;  y si, cierto es también, cuando el Oro y las especias eran más importantes y valían mucho más que cualquier vida humana.                                         
     Amante de la ciencia y de la navegación,  instauró una Corte que sin saberlo sería una leyenda que inexorablemente: Años, decenios, siglos después, se terminaría convirtiendo en mito;  y fue allí, en Sagres  cuentan donde inauguró el primer Observatorio Astronómico de Portugal, y donde día tras noche con apasionada lucidez, nunca dejó de escudriñar el horizonte infinito.  El navegante que estudia las estrellas  —dijo a sus hombres en una ocasión y con la tormenta a cuestas —es como un ciego que se arrastra con la ayuda de un bastón: Avanzará nervioso, tropezará, se apoyará en el,  y finalmente suplicará al cielo en su angustioso caminar. Así, cuando el mar desconocido tuvo la osadía de desafiarlo, él decidió enfrentar con vehemencia esta, su última exploración.
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      Pero a Enrique poco o nada esto le afectaba. Su mente seguía siendo lo suficientemente joven para fascinarse incluso por su actitud cercana a la muerte. En su mente siempre resonó el murmullo que lo había estado acompañando allí, a lo largo de sus viajes, acechándole como una sombra inmóvil, envolviéndolo mientras luchaba contra las fuerzas adversas que suponían las leyendas. (Porque el hombre que se convierte en leyenda ha sabido alimentarse de muchas quimeras más)  Historias que aseguraban a lo lejos, más al sur de Marruecos, grandes peligros a la espera de quien se atreviese a superarlos. Susurrándole al oído como un escalofrío cuando resolvió navegar en contra de las doctrinas de Ptolomeo, quien dibujaba desde la antigüedad un sólo amasijo anormal y turbio entre Asia y África, donde la extensión real de la masa continental había sido desde entonces un acertijo indescifrable. Y por último y no menos turbulento estando ahí, mientras soslayaba las supersticiones que aseguraban la existencia de un Mar Tenebroso, una orilla al final del todo donde la vida era un imposible e infaliblemente se terminaría cayendo hacia la nada.  Pero como era de esperar de tan intrépido pensador y aventurero, poco o nada esto le Importaba, y para su placer, en las noches, en lugar de descansar, contemplaba los cielos enredándose en interminables discusiones consigo mismo.  La falta de claridad amigo mío  —se decía—  hace entender que los hombres necesitan respuestas, caminos de fe, mitos o  mentiras si ha de ser necesario.
     El Orbium Mundi navego día y noche rumbo al este, la primera carabela redonda de su clase en navegar por aquellos océanos inexpugnables; de casco ligero y afinado como el pico de un halcón, adaptada y veloz para ganar barlovento. Poderosa en su castillo de popa y cargada de tres mástiles altos y fuertes que la hacían majestuosa ante los ojos de cualquier mortal, capaz de navegar como ninguna otra jamás a una velocidad alucinante, un navío de ensueño proporcional para tan grandioso hombre, porque para Enrique El Navegante: Infante, Príncipe de Portugal, Primer Duque de Viseu, Caballero nombrado y Gran Maestre de la Orden de Cristo que sucedió a la Orden del Temple, no le bastaban los títulos ni el tiempo, ni las vidas de los hombres que le continuaron o los monumentos erigidos a su nombre, ni siquiera la historia aun no escrita y por escribir para ver realizados sus sueños, aunque esta última exploración y tan majestuosa embarcación jamás hiciesen parte de tan titánica  leyenda; y cuando Enrique ya no estuvo tan seguro de estar en el Este o en el Oeste, divisaron ingentes montañas de hielo, bahías salvajes, enormes cantidades de aves multicolores que parecían islas, mujeres desnudas como habían sido paridas y hombres furtivos que pintaban sus rostros con fuego.
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     Pero lejos de aquellas maravillas por recordar, cuando parecía que el camino a casa estaba en aquel sentido contrario, un cielo amarillento y brumoso lleno de ruinas se cernía sobre él; finalmente el tiempo se volvía contra ellos y en medio de un Mar Tenebroso se elevaba una tormenta qué como un oscuro animal los alcanzaba con sus bramidos.  ¡Arriad las velas! No dudo en Ordenar el Navegante al recordar el vacío al final del todo.  Cada enorme ola que reventaba en proa bajo aquel cielo infernal y amenazador se llevaba  consigo hombre tras hombre.  ¡Sujetadlas bien!   Gruñía aferrado al mástil, viendo impotente como cada parte de la carabela misma se deshacía.   ¡Resistid!  Los enormes pedazos que se desprendían parecían criaturas monstruosas. — ¡Aguantad!  Aves gigantescas con resplandecientes alas negras que arrastraban consigo gritos e injurias,  rugidos enormes y terribles como si el firmamento verdaderamente cayese sobre ellos en aquella oscura mar.
     Al amanecer, el sol recobraba de la oscuridad los pocos fragmentos del Orbium que aún resistían, exhausto Enrique se aferraba a un trozo del mástil, se sentía viejo nuevamente y su esplendorosa lucidez se había esfumado por completo, apoyado su rostro largo y amarillento sobre la carcomida madera dirigía su mirada hacia el este, implorando ver en un suspiro la tierra de sus fantasías: Sagres, la corte a la que esperaba volver. Pero caprichosamente las nubes se encapotaban de nuevo y sediento, miraba directo a la tormenta.                                                

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