FUEGOS FATUOS

de
25
agosto

     
                                                                                                                                               Paisajes llaneros 


Meses atrás, mientras dos hombres luchaban por dominar la bravura de un becerro que se resistía a ser dominado, una extraña figura, observaba atento el divertido forcejeo que se libraba entre las tres bestias. Una batalla campal de lodo y arena que pronto dió termino con la aparente audacia de la bestia más artera, que aprovechando la torpeza de los peones, logró embestirles con salvaje furia y en excitada marcha continuó hacia ese ser que dominante que se erguía en el horizonte. Pero la robusta silueta, inamovible y estática, consiguió dominar la rabiosa embestida del becerro y con estilizada brutalidad logró darle vuelta arrojándolo sobre su lomo, y este, podría decirse, tan impresionado quedó ante la inhumana fuerza que lo había conquistado, que vencido se resistió a seguir luchando, y cuando llegaron los dos peones con sus chaparreras para atar al becerro, mayor fue su sorpresa al notar que el heroico personaje no era más que una robusta mujer de rasgos indígenas, y tan confundida estaba la pobre mujer después del brutal acto, que al reaccionar minutos más tarde se vio rodeada de hombres que en vitoreo y coquetería la condujeron ante el capataz, señor y dueño de la Hacienda. 

El Patrón, un minúsculo individuo. Alabado dueño de tierras y amo indiscutible de sus hombres, quien nunca contrajera matrimonio por su repelente aspecto -mofletudo y calvo- tan excitado estaba ante la amazónica dama, que ni siquiera los elogios de sus servidores, hombres toscos e ignorantes, hicieron falta para que su interés en ella empezara a incrementarse, y terminada la breve charla donde más atención puso a sus  membrudas piernas que al relato de la india lejos de su tribu, sin titubeo alguno ordenó a sus arrieros llevarla a los establos: ¡Que ella sola se encargue de las bestias!  Expresó en viril gesto, empuñando su mano a la altura de su pelada cabeza.

       Fue así como Caucaman, nombre que en su lengua natal significa gaviota y cóndor al mismo tiempo,  entre gritos de alegría y uno que otro manoseo fue aceptada en aquel recinto de hombres apestosos y malhablados. Y por algún tiempo, aquella condición de divinidad de la cual gozabá desde su nacimiento entre la gente de su raza, desafortunadamente fue representada en este nuevo contexto.

     Pero más que ser un fenómeno de circo, Caucaman era un preciado tesoro de la hacienda. Una exótica perla que se embellecía cada vez más dentro de la hermética cocha de la cerca. Y aunque cruel pareciera el trato y el aislamiento confinado que su amo le imponía, para ella no era más que la  protección contra la curiosidad aberrante de la chusma; por otro lado, esto no implicaba que el trato de todos hacia ella fuera amable y decoroso, así que los apelativos de: Mastodonte, maturranga, casihombre, empezaron a ser constantes peyorativos que las criadas de la casa inferían celosas al ver como sus hombres se excitaban cuando a ella  le tocaba lidiar con algún bovino descarriado, o más aun al notar que en las noches, el deseo frenético de sus maridos al evocarla, se sacudía furiosamente bajo las sabanas ocasionando gran deterioro en los cimientos de la hacienda; así que ofendidas y encrespadas se apresuraron en rebaño por tan libidinoso acto y ante el pigmeo jefe se quejaron. Pero el incipiente capataz,  lejos de interesarse en el descontento de las matronas o en el deseo destructivo de sus hombres, ordenó de inmediato reforzar una a una todas sus bases.

      Toneladas de madera, cemento y arena llegaron a raudales y fueron repartidos entre los culpables que sin demora alguna comenzaron los reparos. Se resarcieron vigas, se asentaron puntales, lo que había que desbarrumbarse se echo abajo y cuando fue necesario se levantaron paredes con cemento reforzado. Además, una restauración especial tuvo que llevarse a cabo en el mismísimo cuarto del capataz, que según comentó uno de los peones días después del ajuste "Poco faltó para que metro y medio de carne y hueso (sin olvidar grasa) quedaran sepultados bajo piedra, madera y tejado". 

       Cierta noche, Caucaman despertó alterada por gritos que venían de la casona. Los hombres corrían detrás de los animales que de una u otra forma habían logrado escapar de sus corrales; los peones al verse atacados, descalzos y en pantaloncillos arreaban las sogas por encima de sus cabezas intentando darles caza. Sus esposas que también hacían parte de la sublime escena,  no mejor vestidas ni menos tapadas corrían de un lado a otro perseguidas por los animales que extrañamente las habían elegido como blanco de sus furia. Algunas de ellas apenas estaban conciliando el sueño cuando sorprendidas por batracios y polluelos, no tuvieron más elección que salir huyendo con los pocos trapos que llevaban puestos perseguidas por gallinas, ranas, patos y cerdos.  El grotesco cuadro se repetía por doquier en toda la casona, y Caucaman, sabiéndose la varona de la hacienda (título honorifico que ella misma, en secreto, se había impuesto) próxima estaba a brindarles su auxilio cuando el gordo y feo capataz apareció de repente montado en su caballo, un enorme semental que lo agigantaba de forma absurda. Con machete en mano y no más que un overol medio puesto sin abotonar le ordenaba ir tras las reses que habían conseguido huir a campo abierto. Caucaman dudó. Volvió su vista queriendo participar del insólito ruedo pero ante la orden perentoria de su patrón, le siguió con pesar mientras contemplaba cómo la matrona más vieja de la hacienda, envuelta en plumas, zarandeaba sus patas ante el definitivo ataque de  los pollos.

       En medio de la oscuridad, ella, sumisa e inocente inicio la búsqueda detrás de su amo. Caminaron bastante aunque poco fue el esfuerzo que tuvo que hacer para seguir el trote pesado del penco, que más lento hacía su andar a medida que adentraban en el campo; pero varios minutos después, cuando los gritos de la hacienda dejaron de llegar y sólo se escuchaba el ruido natural del llano, un silencio arrullador, Caucaman comprendió que las escurridizas reses no existían.  La sonrisa depravada del hombrecito lo confirmaba todo. El capataz se bajó de su alzaban y lentamente se fue acercando a ella.  Así de gordo y pequeño, pensaba, parecía tan inocente e indefenso como un regordete niño esperando cometer una travesura frente su madre.  Pero cuando se fijó mejor ya la sonrisa había abandonado su rostro y daba paso a un grotesco gesto de codicia; se detuvo a pocos centímetros,  puso su dedo en la boca en señal de silencio,  y luego con mano temblorosa pero recia al mismo tiempo apretó fuertemente sus nalgas. Caucaman no reaccionó, no sabía cómo hacerlo, no en esa situación; sólo escuchaba el silbar del los grillos, el sonido del silencio mientras cerraba sus ojos y sentía el contacto trémulo de su amo. El pequeño hombre no estaba para esperas ni aprobaciones, sintiéndose dueño de la exótica india, continuó con su avariento acto y traslado aquella misma fuerza a sus voluptuosos senos, comprobando lo generoso de su carne.  Caucaman nunca había sido tocada de aquella forma. Jamás hombre alguno había mostrado interés en poseerla; en su tribu, dada su condición de deidad adquirida desde el instante mismo de su nacimiento, hicieron de ella un ser prácticamente indeseable; así que vencida por los placeres y la necesidad de sentirse amada en aquel instante se dejo caer sobre el césped y se permitió disfrutar de la fogosidad jadeante, olorosa y apresurada del primer hombre que en su vida la hacía humana.  Los ojos de victoria del Mofletudo se abrieron aun más de lo que ya podían y ante el enorme espécimen se abalanzó. Con frenesí le rompió sus vestimentas y se amamantó como un crio hambriento de su ampuloso pecho, con mas furia aun empotró su mano bajo la falda a medida que sus babosos labios la llenaban, y excitada, ella ya no pudo detenerlo; pero cuando el patrón se frenó segundos después y sus miradas se cruzaron, Caucaman pudo vislumbrar cómo sus ojos adquirían el brillo opaco de la incertidumbre.  No hacía falta explicar lo que el capataz  ya  había comprendido.  Lo que no debería estar, allí se encontraba.

1 comentario:

  1. Jaja buenísimo! ! Esta genial, es increible, pude haber sospechado el final pero no!!! Jamas se me paso por la cabeza!!!!

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