LA ESCLAVA DE ARZÚ

                                                                                                                                              Foto Bazar  

Una vez más, ondeando sus sedas de exóticos colores como estandartes bajo la puerta del palacio. Si, ahí, la ciudad de Arzú, palpitando a lo lejos bajo el sol como un espejismo más  en el desierto. Finalmente ahí, entre los presuntuosos hombres y las harapientas esclavas que pasaban sus vidas postradas sin saber qué era estar de pie, el Sultán regresaba a casa. Y si el mundo otrora devastado por siglos en guerra era una turbia realidad difícil de entender, Arzú en cambio era una encantadora fantasía fácil de aceptar. El Sultán y su ejército regresaban a casa como un soldado regresa ansioso a los brazos de su madre.  La ciudad era por sí misma un mundo de ensueño, embalsamada como por la astucia de un hechicero para deleitar a quienes quisieran apoderarse de ella, para que, enamorados, enloquecieran como amantes correspondidos. Un mundo consagrado a Alá, el dios supremo, pero un mundo más allá de la religión, de las tribus y de los clanes. Aquí estaban las mujeres más hermosas del mundo y todas ellas hacían parte de su harem; aquí se hablaban más de cincuenta dialectos. Aquí, cada semana, en el gran mercado del reino se aglutinaban Hakas, pechenegas, mongoles, kumanes, ghuz,  persas, Abbasidas, ganevidas, Osmalies, tártaros y un interminable etcétera. Aquí, comerciaban y se relacionaban. Aquí, se estipulaban consorcios y deshacían. Aquí, bajo las tormentas abrazadoras de la arena, se paseaban tuaregs con su séquito de esclavos. Aquí los maridos consentían que sus mujeres exhibieran el oro que los certificaba como hombres ricos. Aquí y sólo aquí, en la ciudad que fuera arrebata a los infieles por su antepasado Mehmed el conquistador como ordenanza del mismísimo Mahoma, se alzaba la más célebre mezquita del imperio, una obra levantada en su conjunto con el barro de la sabana.  Un monumento ocre y severo que debía ser remodelado cada año al concluir las tormentas. Un santuario al Dios de los musulmanes, un santuario al que no tenían paso los infieles, y que disponía de tres entradas, una para los ricos, otra para los pobres y una tercera para los conversos. Su poderoso imperio se expandía entre todas las tierras conocidas por el hombre y tras cada conquista, el Sultán, conocido entre sus enemigos como el magnífico y entres sus vasallos como el codificador, daba la orden de convertir sus iglesias en mezquitas para agradecer a Alá por sus bendiciones. El Sultán, sabio y astuto, se percató que imponer nuevas creencias entre ortodoxos griegos, judíos, católicos y protestantes provocaría rebeliones difíciles de controlar incluso para un Monarca Universal; por eso había tomado la  decisión de  permitir que  sus nuevos  vasallos  mantuvieran sus costumbres más arraigadas.
      Con tal de que me juren lealtad —dijo a su corte en una ocasión. Sus almas podrán pertenecer al dios que se les dé la gana. Un Sultán podía ser un mago en el mundo real, pero así mismo también podría ser un hechicero en un universo soñador, y por derecho divino y poder terrenal, podría ser el Sultán de dos imperios contrapuestos. Uno fiel espejo del otro. Uno que durante el día se expandía conforme a sus campañas y conquistas preconcebidas con astucia y malicia en el reino de sus sueños, y otro, que en las noches rivalizaría en envergadura y magnificencia con Arzú, aunque la ciudad, ambiguamente, fuera la capital de sus dos reinos, puesto que en ella vivía su amada Roxelanne, la esclava de sus sueños. La única parte del mundo donde podía soñarla y hacerla real.
         —La mejor forma para que una mujer pueda satisfacer a un hombre —decía el magnífico es conociendo las artes del encantamiento y del placer. Debe saber escribir. Hacerlo a la perfección. —El Sultán era amante de la poesía; podía escribir inmediatamente un poema de amor a su mujer tras matar a mil hombres con sus propias manos. —Debe saber dibujar  —continuaba— producir música con copas de vino y naturalmente debe ser una virtuosa en la disciplina de enterrar las uñas en la piel. Y Roxelanne o Hürrem —como le gustaba llamarla en sus sueños y que en la lengua onírica de el magnífico significaba sonrisa— era la única capaz de utilizar tal arte en el arte del amor, logrando producir gozo donde debería manar dolor, consiguiendo mansedumbre donde debiera brotar locura; y es que cada mañana, al despertar y dirigirse a las albercas reales para que sus otras esposas  lo ungieran con distintos aceites y fragancias: Algalias, violetas, magnolias, azucenas, fluidos extraídos de la savia de árboles turcos, chipriotas y chinos, sus esposas, hermosas y bellas pero menos hábiles con las manos, contemplaban con recelo las marcas de ungulación que Roxelanne le producía en las noches, marcas de uñas que mágicamente penetraban en la piel del Sultán más profundo que las flechas y las espadas del enemigo. Si hubiesen podido eliminarla lo habrían hecho sin consideración alguna. La odiaban por robar sus privilegios. ¿Cómo podía preferir el magnífico, Shaa en Bagdad, César en Bizancio y Sultán en Egipto, la compañía de una mujer Intangible? Tanta era la obsesión de el magnífico por la amada de sus sueños que decretó una ley para que cada vez que su nombre fuera pronunciado en el Harem o en el resto del impero, se llamara a Roxelanne: la karima, nombre otomano que significaba «primera de entre las favoritas». Y así empezó a llamarse a la amante, que por obvias razones también era la Sultana de los dos reinos. La corte por el contrario prefería  llamarla en secreto la bruja.
            Aunque feroz y ambicioso, el sultán era lo suficientemente sabio para saber escuchar consejos, y su más próximo consejero era un esclavo de origen cristiano, su aliado de la infancia Ibrahim el griego, que fue escalando posiciones hasta llegar a ser gran visir del imperio. Su antepasado Mehmed, en cuanto hubo arrebatado la ciudad del enemigo promulgó dos importantes leyes: primero llamó a su tierra conquistada Arzú.  Segundo instauro la Devshirme, industria en la que se basaba el poder del Sultán: el Imperio reclutaba niños de familias cristianas, que después eran comprometidos a convertirse al Islam para ser adestrados como soldados de élite, con la esperanza de crear una clase de soldados leales sólo al sultán. Pero en el éxtasis de sus sueños, mientras el magnífico entretenía a la hermosa Hürrem con historias y hazañas de su fiel amigo, ella, insaciable y voraz, pretendía cosas infinitamente más grandes y sobrehumanas, decidiendo secretamente el destino de Ibrahim.
      El griego, el hombre que lo sabía todo después del Sultán, los cincuenta idiomas extranjeros, los secretos a medio murmurar y las costumbres de los espías, la verdad sobre los cuarenta días de Jesucristo en el desierto, según se decía por revelación propia del Arcángel Gabriel. Quien conocía el tamaño de las estrellas, la historia secreta de Mahoma, junto con el número exacto de discípulos de su majestad, se encontraba una soleada mañana en el pabellón cuando recibió la visita inesperada de él magnifico. Reclinado en alfombras y almohadones, un hombre flaco y delgado como una espiga meditaba en silencio. El Pabellón, había decidido el Sultán, sería un templo revolucionario dedicado a la filosofía y las ciencias, y nadie mejor para presidirlo que el gran visir, su viejo esclavo y amigo. Sería un templo del silencio, donde sólo podía hablarse siguiendo la línea de pensamiento de el griego, y quien errará, inmediatamente sería colgado por insolencia e ignorancia. El Sultán esa mañana se sentía enamorado; quería recordar a todo su reino que él estaba por encima de los demás. Así que, uno frente al otro, en el vacío pabellón del silencio, a excepción de los dos hombres más poderosos del imperio, el reto comenzó. —Sólo cuando se acepta la muerte y que su proximidad es una realidad —Pensó el gran visir— tomaremos conciencia de las realidades de la vida y lo invalorable de esa verdad.  —Una contradicción mi viejo amigo —respondió el Sultán segundos después— pero una farsa al fin y al cabo, una farsa más con la que un hombre cualquiera podría  engañarnos a todos con supuesta sensatez; la pasión puede confundirse con violencia querido Ibrahim, vida y muerte, no son más que espejos contrapuestos, y dichas exageraciones de tales reflejos nuestros actos. En la muerte reside el sentido de la vida y todo se puede malinterpretar.
      Un tirante silencio se impuso en el pabellón. El visir hizo una mueca. Una gota de repente resbaló por su mejilla y sólo cuando el sultán soltó una carcajada  la tensión en su rostro despareció —Señor, vuestra sabia presencia constantemente nos ampara—.  Al día siguiente el sultán partió temprano en la mañana, no si antes disfrutar de las atenciones del gran visir. Tuvieron tiempo de recordar batallas y de disfrutar de los mejores vinos del imperio. Le encargó poner fin a una pequeña revuelta hacia el oeste y enfatizó el uso de cañones, una estrategia que Roxelanne le reveló en sueños anteriores pero que el sultán decidió no revelar  —Ahorrad fuerzas  —aconsejó el sultán antes de partir— desde ayer os veo algo tenso y cansado. 
               Imaginad —decía Roxelanne al sultán mientras caminaban por los jardines oníricos, deslumbrantes jardines incluso más que los colgantes de la antigua Babel— sí paseásemos en los sueños de otros hombres y descubriésemos sus más oscuros deseos? —Luego, ciñéndose sumisa y encantadora a él continuó en un susurro— ¿Si pudiésemos, de alguna forma, hacerlos uno con los nuestros, o si el mundo entero, irrumpiera en un solo sueño comunal?    —El sultán frunciendo el ceño la rechazó bruscamente con ambas manos           — ¿Habéis soñado con hombres? ¿Cuántos? —Le inquirió amenazante — ¿Acaso osáis entrar en ellos mientras yo conquisto tierras en vuestro nombre? ¿Hay hombres a quienes deba eliminar?  —La amistad no es norma por la que un sultán deba regirse  —acusaba Hurrem a el magnífico, optando ahora una posición desafiante —Esclavos y subordinados se rebelan ante mandatarios con ideales dignos de princesas y concubinas; el bueno de Ibrahim, vuestro consejero predilecto es el más firme candidato para sucederos. El bribón sueña con sanguinarios métodos de asesinato; le he visto, si,  soñando con «la Muerte de los mil y un corte». Atándoos a un poste, cortando luego sistemáticamente las partes de vuestro cuerpo, arrojando los pedazos mutilados a vuestros pies, para que consciente aún con la ayuda del opio, veáis con ojos propios cómo vuestro cuerpo se deshace. —Habiendo enterrado el aguijón, decidida estaba a inyectar el veneno— Un Soberano debe tomar en consideración el bien del reino por encima de la amistad.  Era verdad admitió en silencio el sultán; concebía demasiadas esperanzas en un esclavo y en la devoción de su afecto.  La noche siguiente, el griego era conducido a través del desierto ante su presencia. No, no estaba dispuesto a dejarse eliminar por un miserable. Él era el más grande Sultán de todos los tiempos. El gran shaa emperador de los sueños. No permitiría que ningún hombre jugara con él.

           Amanecía. Al otro lado del umbral, en la sublime Arzú, Hürrem, con velas de sebo en lamparillas de hierro  encendía las antorchas del palacio. El aceite ardía lentamente y su sombra por primera vez se veía reflejada sobre la piedra, como meditando en movimiento al compás de un ritual. Sabía que poco a poco se materializaba, que se hacía visible para muchos en cada uno de sus sueños, porque su coexistencia dependía de ello. En la Arzú real, la visión de dos hombres se ponía a prueba.  —Son muchos los secretos que os preceden —decía el magnífico— imposible es seguir confiando en un hombre cuya historia no es real. Ibrahim el griego sentía el frio de la hoja de metal oculta en su espalda. Contuvo la respiración. Mediante el uso adecuado de encantos, Roxelanne había logrado provocar que los dos hombres más unidos del imperio cayeran en sus brazos. Si un hombre había podido soñarla, a su debido turno todos los demás también. Los tiempos cambiaban y ella quería sobrevivir a esa metamorfosis. La magia, aprendió rápidamente, actuaba con premura sobre los hombres enamorados. Cuando le hacían el amor, sus fantasías eran lo que la alimentaban, y aunque tanto tiempo con soñadores románticos le habían desgastado, al final la respuesta se presentó: debía enviar el fruto de su propia fantasía al otro lado. Esta sería su historia y en sus entrañas se gestaba. 

4 comentarios:

  1. Tengo la sensación de pasearme entre las paginas de "las mil y una noches". Tienes una narrativa atrapadora, me gusta el ritmo, la cadencia y los picos de la historia.
    Sigue deleintandonos con tu imaginacion.

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  2. Es una belleza, no hay nada más qué decir.

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  4. Muy Buena Historia =), Ojala Yo sea tu Hürrem y tu el hombre que me alimente con tus Fantasías. Eres un hombre muy soñador me gustas & Tu Blog ;).

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Gracias por su visita.