CRÓNICAS CIRCENSES
de
22
mayo
COM
LA GUERRA DE LOS ENANOS
Empezó con un nacimiento. Luego una traición. Nadie
pudo predecirlo en ese entonces. Como la
luz tenebrosa de la luna que alumbraba sobre los densos bosques, el hijo aún no
nacido del rey infundía esperanzas en aquellos momentos de oscuridad, igual que una tea que destella en un
horizonte cercano. Pero lejos, más allá, fuera de aquel manto blanco, en una
torre que flotaba sobre la nieve como un barco olvidado a mitad del mar, mi madre aulló, grito de dolor.
Era medianoche, el cielo estaba despejado y claro, salpicado de
estrellas. Toda Germania, dura y congelada, parecía estar bajo el dominio de
Yule, señor del invierno, y como a todo germano parido bajo la fría luz de la
luna, se me había enseñado que los viejos dioses solían reinar con dureza sobre
la vida de sus guerreros, aunque a todos nos parecía que la dureza se convertía
en olvido con el devenir de los años. El sol se escondía bajo una gruesa capa
de nubes durante el día, lo que impedía el deshielo. A cambio de eso, se nos
permitió crecer escuchando los lejanos ecos que nos brindaban los furiosos
vientos, la sombría y traicionera noche, y los insectos del inframundo que de
vez en cuando nos recordaban que todo bajo tierra parecía ser mucho más ameno.
Fría, dolorosa, letal, así se nos mostraba siempre la luna, y a quienes
soportamos la furia helada de aquella desventurada noche y sobrevivimos luego
para dar testimonio de las perfidias cometidas —me doy cuenta ahora— nos sería
destinada una eternidad en el infierno tras una dolorosa y longeva vida de
redención.
Grandes carámbanos colgaban de los arcos de
las puertas, de los techos y de las rendijas por donde penetraba el viento. Si
alguien se quedaba quieto por mucho tiempo, ese aire concentrado empezaba a
formar pedazos de hielo, más o menos largos y puntiagudos bajo sus
narices. Las sacerdotisas tullidas y temblorosas que presidían el parto
arrojaban huesos a irregulares círculos pintados en el suelo con sangre de
becerros para presagiar la hora del nacimiento; pero conforme los huesos caían
inmediatamente se congelaban o eran arrastrados por los fuertes vientos que
arremetían contra la torre. Las mujeres suelen morir durante el parto. Aún en
nuestros tiempos pasa con mucha frecuencia y hasta en las cavernas de un
calabozo como este llegan tales noticias. El don de traer vida concedido por
Dios nuestro señor es un Honor que reclama sacrificios, y esa fría noche, las
sacerdotisas que atendían el nacimiento no eran más que vulgares parteras que
muchas veces sólo habían conseguido traer
al mundo crías muertas.
Mi madre grito de nuevo, el dolor aumentó.
Y
por Dios, ¡Cómo sufrió mi madre esa noche! En ocasiones, sacaba fuerzas para
contener su dolor, pero en otras parecía que sus caderas terminarían cediendo
ante la fuerza del príncipe nonato. Cuando los gritos cesaban, un silencio
desgarrador se extendía por todos los recovecos de la vieja torre. Era entonces
cuando su esposo escondía su enorme cabeza entre las rodillas como si fuera un
chiquillo que se ocultara de hordas enemigas. En el fondo, entre la angustia y
el miedo su deseo no era más que oír el eco de su primogénito propagándose a
través del silencio. En aquellos intervalos de calma no era raro confundir el
chillar de las ratas amplificado por los vientos con los agudos gritos de un
recién nacido, y muchos alzábamos la cabeza repetidamente llenos de esperanza e
ilusiones creyendo en tal error, hasta que los gritos de mi madre rompían de
nuevo en agonía para obligarnos a todos
a hundir nuestras cabezas buscando sosiego con el ardor de muestras
oraciones.
—Mi
señor, es mejor que vuestra humanidad espere bajo el seguro abrigo de la
fortaleza— susurró uno de sus criados.
Pero Roderick farfulló
algo ininteligible, movió la mano en un ademan despectivo y un impulso de tos
le acosó bruscamente; tardó un momento en reponerse, escupió a la tierra, nos
miró fríamente y con un orgullo renovado se irguió firme en su silla. Roderick, el desgastado líder del clan y señor de las tierras hasta
los bosques del norte dio a entender que no se alejaría ni un solo paso hasta
que su hijo, varón con ayuda de los dioses, alumbrara finalmente este mundo.
Pero su criado, un hombre viejo y zalamero hasta los dientes de nombre Belgum
tenía razón; el Jefe no se encontraba en condiciones de esperar y soportar el frío en sus huesos, y menos de gastar sus energías en oraciones a dioses que no
escuchaban. El descompuesto jefe estaba
enfermo. Demacrado. La sensación de la muerte ya no era una sombra que lo
persiguiera; al contrario, era por más un demonio al acecho. Necesitaba un hijo
pronto, un sucesor que mantuviera su legado unido, alguien que lo perpetuara, o
mejor aún, pensó: un recipiente donde reencarnar, un nuevo cuerpo donde su alma
se posara para continuar disfrutando de mi madre y de la grata y delirante
tarea de asesinar.
— ¿Qué hacer Belgum? —Pregunto Roderick — Mi hijo debería
haber nacido ya, pero en cambio, esa mujer pareciera querer retenerlo en sus entrañas
para que se pudra. ¿Acaso los Dioses
reclaman algo? ¿no están complacidos? —Y esas repugnantes sacerdotisas, ¿Qué hacen, para qué demonios las traje?
—Todo señor —respondió el criado. —hacen cuanto pueden,
no hay razones lógicas para que vuestro hijo no se encuentre ya entre
nosotros. Quizás sí —y se detuvo un instante reparando de pronto
en mi presencia. —Un sacrificio; si mi
señor, quizás un sacrificio sea del agrado de
los dioses, la vida de un niño a cambio de otra, es lo que reclama el
ritual ¿no?
INSTINTOS
de
20
mayo
COM
Debéis
saber que soy el dibujo de una salamandra pero que no soy una pintura
cualquiera. Os aclaro que estoy dibujada sobre la blanca piedra y que fui
pensada para decorar este cuarto que en ocasiones pareciera más un ligero
bosquejo que el lugar donde alguien debiera reposar todas las noches. También
es verdad que de vez en cuando lloro, y lo hago porque la ausencia de mi amo me
duele sobremanera. Pero hoy no voy a hablaros de él; por el contrario, os
contaré un poco más de las verdades de su espacio. Mi morada.
Antes
de empezar os pido disculpas por no presentarme correctamente; como habéis
escuchado soy la salamandra y seré lo primero que veréis cuando abráis esa
puerta. Soy negra como la noche, pero de mi piel grandes manchas amarillas se
desprenden como los rayos de luz que a medio día iluminan vuestras cabezas; así
que si me veis tened cuidado: mis colores advierten que el veneno se agita por
mis venas. Estoy pintada sobre una gran circunferencia color marrón que quizá
no signifique demasiado, más creo fue sólo el capricho de mi amo lo que le
impulsó a plasmarlo. Convencida estoy también que al notar la soledad de mi
entorno quiso enriquecerlo, y acertadamente dispuso burbujas de jabón a mí
alrededor, (digo de jabón porque así me gusta imaginarlas) y para hacerlas más
llamativas y especiales, sobre cada una de ellas colocó las fotos de sus
mujerzuelas amadas, sospecho ahora para que yo, al verlas, no vaya a
envenenarlas.
Aclaro
que no soy la única extrañeza de este recinto ni su peculiaridad más preciada. Es
cierto que soy la que goza de mayor excelsitud por mi belleza y tamaño, pero
las distracciones abundan en este cuarto y ocasionalmente soy desplazada de sus
más recónditos pensamientos, claro, eso y cuando la fortuna lo trae de regreso.
A mi izquierda se encuentra ubicado su escritorio, pulcro y alineado, uno de
esos antiguos escritorios de cajones grandes y robusta madera que recuerdan
hermosos robles, y a decir verdad, siento constantes celos cuando pasa horas
allí sentado. De igual forma sucede cuando me da su espalda y se concentra en
ese extraño aparato que pareciera invocado desde el mismísimo infierno: atraído
por la tentación y el vicio se postra al borde de la cama y la realidad se
difumina de sus ojos con esas imágenes que transcurren pálidamente. Entonces,
eso que llaman realidad virtual lo absorbe por completo y muy rara vez se
voltea para recordar mi belleza y degustar su creación.
Pero
aquellas cosas, vanas y materiales no son lo que más me hincha de rabia, puesto
que aquellos fútiles instrumentos jamás podrían enorgullecerlo tanto como yo.
Es por el contrario un pequeño muñeco de trapo que alguna perendeca le regaló
en uno de sus constantes viajes lo que realmente logra desquiciarme, y aunque
él arguya entre sus allegados que sólo lo conserva como un aislado recuerdo,
soy yo la que realmente sabe qué tan hondo cala esa cosa dentro de su alma. Es
en las noches, cuando se recuesta bajo mi regazo, cansado y consumido por la
tenacidad del día, que se queda largas horas admirándolo, e hipnotizado por el
color sucio y desteñido de aquella infame baratija, un color insípido que en nada
se compara con la majestuosidad de mis líneas, que puedo notar cómo se pierde
dentro de sus pensamientos. Entonces, la pregunta de repente retumba con fuerza
dentro de esta habitación:
¿Qué
tan lejos sueña mi amo?
Conocéis
ahora un poco más el lugar donde habito, el resto no es más que madera muerta y
piedra caliza, aunque de esto saco ventajas, sobre todo cuando escucho crujir
la madera bajo el peso de un cuerpo que se aproxima. Así, sutilmente, puedo
volver mis ojos a su posición original y dejar de contemplar los insectos que
seductoramente revolotean alrededor de la bombilla, o de aquellos que
tercamente insisten en chocar contra la transparencia de la ventana. Conocéis
también un poco de mí y de las preferencias de mi amo, pero lo que no os
confesé y de lo cual espero guardéis el secreto, sin razón de que lo
comprendáis, es que a veces, cuando pasa largas horas contemplando aquella
inmundicia entre sus manos, en contra de la fidelidad y el respeto, me nacen
sinceros deseos de envenenarlo.
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