ORBIUM MUNDI
de
15
julio
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“La luz empezó a declinar lentamente al principio
Y
más a aprisa después. Estaban en la franja
Del crepúsculo.”
Salman Rushdie.
Harún y el mar de las Historias.
Lluvias
y vientos lo acompañaron desde su partida, nubarrones del tamaño de fortalezas
rugían sin cesar y desde el oeste se oían murmullos de tormenta. El navegante
sabía que aquella turbulencia era un presagio que aún no alcanzaba a entender. El
Orbium Mundi avanzaba con rapidez
hacia el este, en medio de un océano irascible que lo azotaba y lo
hundía en una constante oscuridad,
sacudiéndolo ansiosamente de arriba a abajo hasta que el crujir del
maderamen se hacía insoportable.
Marineros y tripulantes trabajaron con brío y durante días, acosados por la
incertidumbre y el hambre, se esforzaron en mantener la carabela en marcha, aunque la lluvia cayera
sin cesar y el mundo se deshiciera en agua.
Fue Enrique el Navegante, quien en
un pasado cristalino que se difractaba bajo una cortina de agua, consiguiera los
más grandes avances marítimos de su época, y quien con sus expediciones, muchas
veces comandadas por terceros, permitieron la expansión del imperio Colonial
Portugués hacía nuevas fronteras comerciales, cuando la ruta de la seda estuvo
prohibida tras los viajes de Marco Polo, y la conquista de Ceuta le convirtiera
en Caballero años atrás; y si, cierto es
también, cuando el Oro y las especias eran más importantes y valían mucho más que
cualquier vida humana.
Amante de la ciencia y de la
navegación, instauró una Corte que sin
saberlo sería una leyenda que inexorablemente: Años, decenios, siglos después, se
terminaría convirtiendo en mito; y fue allí, en Sagres —cuentan—
donde inauguró el primer Observatorio
Astronómico de Portugal, y donde día tras noche con apasionada lucidez, nunca
dejó de escudriñar el horizonte infinito. —El
navegante que estudia las estrellas —dijo
a sus hombres en una ocasión y con la tormenta a cuestas —es como un ciego que se arrastra con la ayuda de un bastón: Avanzará
nervioso, tropezará, se apoyará en el, y
finalmente suplicará al cielo en su angustioso caminar—. Así, cuando el mar desconocido tuvo la osadía de desafiarlo, él
decidió enfrentar con vehemencia esta, su última exploración.
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Pero a Enrique poco o nada esto le afectaba. Su
mente seguía siendo lo suficientemente joven para fascinarse incluso por su
actitud cercana a la muerte. En su mente siempre resonó el murmullo que lo
había estado acompañando allí, a lo largo de sus viajes, acechándole como una
sombra inmóvil, envolviéndolo mientras luchaba contra las fuerzas adversas que
suponían las
leyendas. (Porque el hombre que se
convierte en leyenda ha sabido alimentarse de muchas quimeras más) Historias que aseguraban a lo lejos, más al
sur de Marruecos, grandes peligros a la espera de quien se atreviese a
superarlos. Susurrándole al oído como un escalofrío cuando resolvió navegar en
contra de las doctrinas de Ptolomeo, quien dibujaba desde la antigüedad un sólo
amasijo anormal y turbio entre Asia y África, donde la extensión real de la
masa continental había sido desde entonces un acertijo indescifrable. Y por
último y no menos turbulento estando ahí, mientras soslayaba las supersticiones
que aseguraban la existencia de un Mar
Tenebroso, una orilla al final del todo donde la vida era un imposible e
infaliblemente se terminaría cayendo hacia la nada. Pero como era de esperar de tan intrépido
pensador y aventurero, poco o nada esto le Importaba, y para su placer, en las
noches, en lugar de descansar, contemplaba los cielos enredándose en
interminables discusiones consigo mismo. —La
falta de claridad amigo mío —se
decía— hace entender que los hombres necesitan respuestas, caminos de fe,
mitos o mentiras si ha de ser necesario.
El Orbium Mundi navego día y
noche rumbo al este, la primera carabela redonda de su clase en navegar por
aquellos océanos inexpugnables; de casco ligero y afinado como el
pico de un halcón, adaptada y veloz para ganar barlovento. Poderosa en su
castillo de popa y cargada de tres mástiles altos y fuertes que la hacían
majestuosa ante los ojos de cualquier mortal, capaz de navegar como ninguna
otra jamás a una velocidad alucinante, un navío de ensueño proporcional para tan
grandioso hombre, porque para Enrique El
Navegante: Infante, Príncipe de Portugal, Primer Duque de Viseu, Caballero
nombrado y Gran Maestre de la Orden de Cristo que sucedió a la Orden del Temple,
no le bastaban los títulos ni el tiempo, ni las vidas de los hombres que le
continuaron o los monumentos erigidos a su nombre, ni siquiera la historia aun
no escrita y por escribir para ver realizados sus sueños, aunque esta última
exploración y tan majestuosa embarcación jamás hiciesen parte de tan titánica leyenda; y cuando Enrique ya no estuvo tan
seguro de estar en el Este o en el Oeste, divisaron ingentes montañas
de hielo, bahías salvajes, enormes cantidades de aves multicolores que parecían
islas, mujeres desnudas como habían sido paridas y hombres furtivos que pintaban
sus rostros con fuego.
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Pero
lejos de aquellas maravillas por recordar, cuando parecía que el camino a casa estaba
en aquel sentido contrario, un cielo amarillento y brumoso lleno de ruinas se
cernía sobre él; finalmente el tiempo se volvía contra ellos y en medio de un Mar Tenebroso se elevaba una tormenta
qué como un oscuro animal los alcanzaba con sus bramidos. — ¡Arriad
las velas!— No dudo en Ordenar el
Navegante al recordar el vacío al final del todo. Cada enorme ola que reventaba en proa bajo
aquel cielo infernal y amenazador se llevaba consigo hombre tras hombre. —
¡Sujetadlas bien!— Gruñía
aferrado al mástil, viendo impotente como cada parte de la carabela misma se
deshacía. — ¡Resistid!— Los enormes pedazos que se desprendían
parecían criaturas monstruosas. — ¡Aguantad!— Aves
gigantescas con resplandecientes alas negras que arrastraban consigo gritos e
injurias, rugidos enormes y terribles
como si el firmamento verdaderamente cayese sobre ellos en aquella oscura mar.
Al amanecer, el sol recobraba de la oscuridad los pocos fragmentos del
Orbium que aún resistían, exhausto Enrique
se aferraba a un trozo del mástil, se sentía viejo nuevamente y su
esplendorosa lucidez se había esfumado por completo, apoyado su rostro largo y
amarillento sobre la carcomida madera dirigía su mirada hacia el este, implorando
ver en un suspiro la tierra de sus fantasías: Sagres, la corte a la que
esperaba volver. Pero caprichosamente las nubes se encapotaban de nuevo y
sediento, miraba directo a la tormenta.
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