LA ESCLAVA DE ARZÚ
de
18
junio
COM
Si el mundo
otrora devastado por siglos en guerra era una turbia realidad difícil de
entender, Arzú en cambio era una encantadora
fantasía fácil de aceptar. El Sultán y su ejército regresaban a casa como un
soldado regresa ansioso a los brazos de su madre. La ciudad era por sí misma un mundo de
ensueño, embalsamada por la astucia de un hechicero para deleitar a
quienes quisieran apoderarse de ella, para que, enamorados, enloquecieran como
amantes correspondidos. Un mundo consagrado a Alá, el dios supremo, pero un
mundo más allá de la religión, de las tribus y de los clanes. Aquí estaban las
mujeres más hermosas del mundo y todas ellas hacían parte de su harem; aquí se
hablaban más de cincuenta dialectos. Aquí, cada semana, en el gran mercado del
reino se aglutinaban Hakas, pechenegas, mongoles, kumanes, ghuz, persas, Abbasidas, ganevidas, Osmalies,
tártaros y un interminable etcétera. Aquí, comerciaban y se relacionaban. Aquí,
se estipulaban consorcios y deshacían. Aquí, bajo las tormentas abrazadoras de
la arena, se paseaban tuaregs con su séquito de esclavos. Aquí los maridos consentían
que sus mujeres exhibieran el oro que los certificaba como hombres ricos. Aquí
y sólo aquí, en la ciudad que fuera arrebata a los infieles por su antepasado Mehmed
el conquistador como ordenanza del
mismísimo Mahoma, se alzaba la más célebre mezquita del imperio, una obra
levantada en su conjunto con el barro de la sabana. Un monumento ocre y severo que debía ser
remodelado cada año al concluir las tormentas. Un santuario al Dios de los
musulmanes, un santuario al que no tenían paso los infieles, y que disponía de tres
entradas, una para los ricos, otra para los pobres y una tercera para los
conversos. Su poderoso imperio se expandía entre todas las tierras conocidas
por el hombre y tras cada conquista, el Sultán, conocido entre sus enemigos
como el magnífico y entres sus
vasallos como el codificador, daba la
orden de convertir sus iglesias en mezquitas para agradecer a Alá por sus bendiciones.
El Sultán, sabio y astuto, se percató que imponer nuevas creencias entre ortodoxos
griegos, judíos, católicos y protestantes provocaría rebeliones difíciles de
controlar incluso para un Monarca Universal; por eso había tomado la decisión de permitir que sus nuevos vasallos
mantuvieran sus costumbres más arraigadas.
— Con tal de que me
juren lealtad —dijo a su corte en una ocasión. — Sus almas podrán pertenecer al dios que se les dé la gana.
Un Sultán podía ser un mago en el mundo real, pero así mismo también podría
ser un hechicero en un universo soñador, y por derecho divino y poder terrenal,
podría ser el Sultán de dos imperios contrapuestos. Uno fiel espejo del otro. Uno
que durante el día se expandía conforme a sus campañas y conquistas
preconcebidas con astucia y malicia en el reino de sus sueños, y otro, que en
las noches rivalizaría en envergadura y magnificencia con Arzú, aunque la ciudad, ambiguamente, fuera la capital de sus dos
reinos, puesto que en ella vivía su amada Roxelanne, la esclava de sus sueños. La
única parte del mundo donde podía soñarla y hacerla real.
—La
mejor forma para que una mujer pueda satisfacer a un hombre —decía el magnífico— es conociendo las artes del
encantamiento y del placer. Debe saber escribir. Hacerlo a la perfección. —El Sultán era amante de la poesía;
podía escribir inmediatamente un poema de amor a su mujer tras matar a mil
hombres con sus propias manos. —Debe saber dibujar —continuaba— producir
música con copas de vino y naturalmente debe ser una virtuosa en la disciplina de
enterrar las uñas en la piel. Y Roxelanne
o Hürrem —como le gustaba llamarla en
sus sueños y que en la lengua onírica de el
magnífico significaba sonrisa— era la única capaz de utilizar tal arte en
el arte del amor, logrando producir gozo donde debería manar dolor, consiguiendo
mansedumbre donde debiera brotar locura; y es que cada mañana, al despertar y
dirigirse a las albercas reales para que sus otras esposas lo ungieran con distintos aceites y fragancias:
Algalias, violetas, magnolias, azucenas, fluidos extraídos de la savia de árboles
turcos, chipriotas y chinos, sus esposas, hermosas y bellas pero menos hábiles
con las manos, contemplaban con recelo las marcas de ungulación que Roxelanne le
producía en las noches, marcas de uñas que mágicamente penetraban en la piel
del Sultán más profundo que las flechas y las espadas del enemigo. Si hubiesen
podido eliminarla lo habrían hecho sin consideración alguna. La odiaban por
robar sus privilegios. ¿Cómo podía preferir el
magnífico, Shaa en Bagdad, César en Bizancio y Sultán en Egipto, la
compañía de una mujer Intangible? Tanta era la obsesión de el magnífico por la amada de sus sueños que decretó una ley para que
cada vez que su nombre fuera pronunciado en el Harem o en el resto del impero, se
llamara a Roxelanne: la karima, nombre otomano que significaba
«primera de entre las favoritas». Y así empezó a llamarse a la amante, que por obvias
razones también era la Sultana de los dos reinos. La corte por el contrario prefería llamarla en secreto la bruja.
Aunque feroz y ambicioso,
el sultán era lo suficientemente sabio para saber escuchar consejos, y su más
próximo consejero era un esclavo de origen cristiano, su aliado de la infancia
Ibrahim el griego, que fue escalando posiciones
hasta llegar a ser gran visir del imperio. Su antepasado Mehmed, en cuanto hubo arrebatado la ciudad
del enemigo promulgó dos importantes leyes: primero llamó a su tierra
conquistada Arzú. Segundo instauro la Devshirme, industria en
la que se basaba el poder del Sultán: el Imperio reclutaba niños de familias
cristianas, que después eran comprometidos a convertirse al Islam para ser adestrados
como soldados de élite, con la esperanza de crear una clase de soldados leales
sólo al sultán. Pero en el éxtasis de sus sueños, mientras el magnífico entretenía a la hermosa Hürrem con historias y hazañas de su fiel amigo, ella, insaciable y
voraz, pretendía cosas infinitamente más grandes y sobrehumanas, decidiendo
secretamente el destino de Ibrahim.
El
griego, el hombre que lo sabía todo después del Sultán, los cincuenta
idiomas extranjeros, los secretos a medio murmurar y las costumbres de los
espías, la verdad sobre los cuarenta días de Jesucristo en el desierto, según
se decía por revelación propia del Arcángel Gabriel. Quien conocía el tamaño de
las estrellas, la historia secreta de Mahoma, junto con el número exacto de
discípulos de su majestad, se encontraba una soleada mañana en el pabellón
cuando recibió la visita inesperada de él
magnifico. Reclinado en alfombras y almohadones, un hombre flaco y delgado
como una espiga meditaba en silencio. El Pabellón, había decidido el Sultán,
sería un templo revolucionario dedicado a la filosofía y las ciencias, y nadie
mejor para presidirlo que el gran visir, su viejo esclavo y amigo. Sería un templo
del silencio, donde sólo podía hablarse siguiendo la línea de pensamiento de el griego, y quien errará, inmediatamente
sería colgado por insolencia e ignorancia. El Sultán esa mañana se sentía
enamorado; quería recordar a todo su reino que él estaba por encima de los
demás. Así que, uno frente al otro, en el vacío pabellón del silencio, a
excepción de los dos hombres más poderosos del imperio, el reto comenzó. —Sólo
cuando se acepta la muerte y que su proximidad es una realidad —Pensó el gran
visir— tomaremos conciencia de las realidades de la vida y lo invalorable de esa
verdad. —Una contradicción mi viejo
amigo —respondió el Sultán segundos después— pero una farsa al fin y al cabo,
una farsa más con la que un hombre cualquiera podría engañarnos a todos con supuesta sensatez; la pasión puede confundirse con violencia querido Ibrahim, vida y muerte, no son más que espejos contrapuestos, y dichas exageraciones
de tales reflejos nuestros actos. En la muerte reside el sentido de la vida y
todo se puede malinterpretar.
Un tirante silencio se impuso en el pabellón. El visir hizo
una mueca. Una gota de repente resbaló por su mejilla y sólo cuando el sultán
soltó una carcajada la tensión en su
rostro despareció —Señor, vuestra sabia
presencia constantemente nos ampara—. Al día siguiente el sultán partió temprano
en la mañana, no si antes disfrutar de las atenciones del gran visir. Tuvieron
tiempo de recordar batallas y de disfrutar de los mejores vinos del imperio. Le
encargó poner fin a una pequeña revuelta hacia el oeste y enfatizó el uso de
cañones, una estrategia que Roxelanne le reveló en sueños anteriores pero que
el sultán decidió no revelar —Ahorrad
fuerzas —aconsejó el sultán antes de
partir— desde ayer os veo algo tenso y cansado.
Imaginad —decía Roxelanne al sultán mientras
caminaban por los jardines oníricos, deslumbrantes jardines incluso más que los
colgantes de la antigua Babel— sí paseásemos en los sueños de otros hombres y
descubriésemos sus más oscuros deseos? —Luego, ciñéndose sumisa y encantadora a
él continuó en un susurro— ¿Si pudiésemos, de alguna forma, hacerlos uno con
los nuestros, o si el mundo entero, irrumpiera en un solo sueño comunal? —El
sultán frunciendo el ceño la rechazó bruscamente con ambas manos — ¿Habéis soñado con hombres? ¿Cuántos?
—Le inquirió amenazante — ¿Acaso osáis entrar en ellos mientras yo conquisto tierras
en vuestro nombre? ¿Hay hombres a quienes deba eliminar? —La amistad no es norma por la que un sultán
deba regirse —acusaba Hurrem a el magnífico, optando ahora una posición desafiante —Esclavos y
subordinados se rebelan ante mandatarios con ideales dignos de princesas y
concubinas; el bueno de Ibrahim, vuestro consejero predilecto es el más firme
candidato para sucederos. El bribón sueña con sanguinarios métodos de asesinato;
le he visto, si, soñando con «la Muerte de los mil y un corte». Atándoos a un poste,
cortando luego sistemáticamente las partes de vuestro cuerpo, arrojando los
pedazos mutilados a vuestros pies, para que consciente aún con la ayuda del
opio, veáis con ojos propios cómo vuestro cuerpo se deshace. —Habiendo
enterrado el aguijón, decidida estaba a inyectar el veneno— Un Soberano debe
tomar en consideración el bien del reino por encima de la amistad. Era verdad admitió
en silencio el sultán; concebía demasiadas esperanzas en un esclavo y en la
devoción de su afecto. La noche
siguiente, el griego era conducido a
través del desierto ante su presencia. No, no estaba dispuesto a dejarse
eliminar por un miserable. Él era el más grande Sultán de todos los tiempos. El
gran shaa emperador de los sueños. No permitiría que ningún hombre jugara con
él.
Amanecía. Al otro lado del umbral,
en la sublime Arzú, Hürrem, con velas de sebo en lamparillas de hierro encendía las antorchas del palacio. El aceite
ardía lentamente y su sombra por primera vez se veía reflejada sobre la piedra,
como meditando en movimiento al compás de un ritual. Sabía que poco a poco se materializaba, que se hacía visible
para muchos en cada uno de sus sueños, porque su coexistencia dependía de ello.
En la Arzú real, la visión de dos hombres se ponía a prueba. —Son muchos los secretos que os preceden —decía
el magnífico— imposible es seguir
confiando en un hombre cuya historia no es real. Ibrahim el griego sentía el
frio de la hoja de metal oculta en su espalda. Contuvo la respiración. Mediante
el uso adecuado de encantos, Roxelanne había logrado provocar que los dos hombres
más unidos del imperio cayeran en sus brazos. Si un hombre había podido
soñarla, a su debido turno todos los demás también. Los tiempos cambiaban y ella
quería sobrevivir a esa metamorfosis. La magia, aprendió rápidamente, actuaba
con premura sobre los hombres enamorados. Cuando le hacían el amor, sus fantasías
eran lo que la alimentaban, y aunque tanto tiempo con soñadores románticos le habían desgastado, al final la respuesta se presentó: debía enviar el fruto de su
propia fantasía al otro lado. Esta sería su historia y en sus entrañas se gestaba.
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