CAUTIVOS
Daniel
respondió:
—
¡Te acordaste de mi oh Dios! ¡Tú no
abandonas
a los que te aman!
Antiguo
Testamento.
Hablaré
de ella, de cómo vivió y desapareció en la iglesia en la que ahora, todos los
días, bajo esta lluvia inmemorial de invierno, doblo las campanas para mantener
vivo su recuerdo. Su aspecto nunca cambio con el tiempo, algo que a todos estremeció,
sobre todo por su costumbre de errar por la aldea sin importar la rudeza de la
lluvia. Quien se cruzara en su camino, tampoco dejaba de advertir su sonrisa
constante y plena bajo unos ojos brillantes y ardientes, sus rizos largos y dorados
que nunca peinaba, vistiendo años tras año su único camisón viejo de poca
limpieza; y mientras ella, descalza recorría las calles, los demás nos ahogábamos
en una tristeza queda y pesada por una lejanía que nos había sido conferida por
el tiempo, conscientes de que aquel lugar estaba espantosamente perdido, que
sus caminos eran negros y engañosos, y que ella, con su llegada, parecía haber prohibido
toda opción de sentirnos recordados por alguien, a nosotros, los abandonados.
Tanto aquí como allá sobre si la
acompañaba una sombra pesada de soledad, quizás como la de la aldea misma; y a
medida que aumentaba el despreció de la gente, a medida que quedaba
en claro que su llegaba era como una peste traída de otras tierras, y que nuestras
vidas seguirían eternamente perdidas y olvidadas, reforzabase ese inexplicable
reproche hacia ella, ese sentimiento de ira impotente y asco reprimido que
surgía cada vez que, bajo la tormenta perpetua, parecía regocijarse cada vez
más. ¿En su corazón acaso maduraba durante su deambular, algún sentimiento de
odio? Quién sabe si no lo esté haciendo en este preciso momento, en ese remoto
lugar donde ningún susurro llega hasta nosotros.
Del último día que la vi, recuerdo que un
aroma de pureza se difundió en el aire, también fue la única vez que oí su frágil
voz.
—Tantas
cosas ocurren en una tormenta. Tantas formas de vencer la cautividad —me reveló
al cruzarme en su camino. Su sola presencia emanaba fragancias de mundos que
aquí eran desconocidos; me invitó a seguirla hasta la iglesia, subió las
escaleras que llevaban al campanario y dejó descolgar su única prenda.
— ¿La
sientes? —Preguntó desnuda, al borde de la torre.
— ¿La
soledad? —inquirí mientras admiraba su perfección. Su piel blanca y húmeda.
— No, no sólo es la soledad —objetó ella con
voz taimada — hay muchas cosas más. Miro la lluvia caer y me aterró. En algún
lugar, sé, alguien lleva la cuenta de
todo.
Cuando comprendí la dureza de sus palabras
observé su cuerpo triunfante en el vacío, cayendo al suelo como las gotas de
lluvia que la acompañaban a su fortaleza y felicidad hacia el final..
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